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    Para la Corte Suprema, en casos de discriminación la carga de la prueba debe recaer sobre el demandado

    Sostuvo que una vez acreditados los hechos que, prima facie evaluados, resulten idóneos para determinar la existencia de un acto discriminatorio, la carga probatoria corresponderá al demandado a quien se reprocha la comisión del trato impugnado

    La Corte Suprema de Justicia de la Nación, al dictar sentencia en la causa Pellicori, Liliana S. c. Colegio Público de Abogados de la Capital Federal, se pronunció sobre diversos aspectos de índole constitucional relativos a la carga de la prueba en litigios civiles en los que se controvierte el carácter discriminatorio de un acto, en el caso, un despido.

    La Sala III de la Cámara Nacional de Apelaciones del Trabajo había juzgado adversamente el reclamo de nulidad del despido y reinstalación en el cargo, fundado por la empleada en el art. 1 de la ley 23.592 y en considerar que el motivo real del distracto no fue el invocado a modo de justa causa por la demandada, sino que respondió a razones de carácter discriminatorio. A juicio de la Sala, la pretensión, dados sus alcances, requería un “estricto análisis de las motivaciones que subyacen en la decisión disolutoria del contrato de trabajo”.

    El tibunal de segunda instancia consideró, asimismo, que el “esfuerzo probatorio” recaía “´únicamente” sobre la trabajadora, la cual no había acompañado elementos de ilustración “suficientes” para establecer un “claro nexo causal” entre la ruptura contractual y el motivo invocado. Por ello, no obstante admitir la existencia de indicios favorables al reclamo, rechazó la demanda.

    La Corte Suprema, en tanto, señaló en primer lugar y con cita de sus precedentes Siri y Kot, que los derechos esenciales de la persona humana cuentan en la Argentina con las garantías indispensables para su existencia y plenitud, correspondiendo “a los jueces el deber de asegurarlas”. Acotó, seguidamente, que la preocupación internacional por las garantías o recursos de protección de los derechos humanos, ya iniciada por la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, se vio acrecentada por la Declaración Universal de Derechos Humanos y, entre otros tratados con jerarquía constitucional, por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial; la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Todos ellos apuntando, expresa o implícitamente, a recursos dotados, entre otros recaudos, de “efectividad”.

    Para el Alto Tribunal la cuestión de los medios procesales destinados a la protección y, en su caso, a la reparación de los derechos y libertades humanos, se erige como uno de los capítulos fundamentales del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, impulsada por dos datos elementales: por un lado, que la existencia de estas garantías constituye uno de los “pilares básicos” del Estado de Derecho en una sociedad democrática, pero que, por el otro, “no basta con que los recursos existan formalmente, sino es preciso que sean efectivos”, es decir, se debe brindar a la persona la posibilidad real de interponer un recurso que permita alcanzar, en su caso, la protección judicial requerida.

    Esa efectividad, precisó, debe ser medida de acuerdo con la posibilidad del recurso de “cumplir con su objeto”, de “obtener el resultado para el que fue concebido”, lo cual sólo puede ser evaluado en los casos concretos, tomando en cuenta todas las circunstancias relevantes, el régimen nacional aplicable y los caracteres especiales del derecho subjetivo interesado.

    Sostuvo la Corte que el diseño y las modalidades con que han de ser reguladas las garantías y, ciertamente, su interpretación y aplicación, deben atender, y adecuarse a las exigencias de protección efectiva que específicamente formule cada uno de los derechos humanos, derivadas de los caracteres y naturaleza de estos y de la concreta realidad que los rodea, siempre, por cierto, dentro del respeto de los postulados del debido proceso.

    Advirtió el Máximo Tribunal que los órganos internacionales de protección de los derechos humanos con competencia en aludidos tratados de jerarquía constitucional, habían coincidido en una comprobación realista: las serias dificultades probatorias por las que regularmente atraviesan las presuntas víctimas de actos discriminatorios para acreditar, mediante plena prueba, el aludido motivo. Así lo acreditaban los antecedentes del Comité contra la Discriminación Racial, del Comité de Derechos Humanos, del Comité contra la Discriminación de la Mujer y del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

    Las entidades transnacionales también habían coincidido en que el medio para superar dicho problema consistía, por un lado, en reducir el grado de convicción que, respecto de la existencia del motivo discriminatorio, debe generar la prueba que recae sobre quien invoca ser víctima de dicho acto. Y, por el otro, a partir de lo anterior, la distribución de la carga de la prueba y la medida en que ésta pesa sobre el demandado al que se imputa la responsabilidad por el mencionado acto.

    Por consiguiente,  la aplicabilidad de esas doctrinas a los fines de interpretar la citada ley federal 23.592 se vuelve imperiosa, por cuanto esa no sólo reglamenta directamente el principio de igualdad del art. 16 de la Constitución Nacional, sino que, además, debe ser entendida como un “ejemplo” o “reflejo” de la “exigencia internacional” de realizar por parte de los Estados “acciones positivas tendientes a evitar la discriminación”, lo cual también alcanza a la “interpretación” que de aquélla hagan los tribunales. Por lo demás, subrayó la Corte, no se presta a dudas que la hermenéutica del ordenamiento infraconstitucional debe ser llevada a cabo con “fecundo y auténtico sentido constitucional”.

    A juicio del Alto Tribunal, lo antedicho bastaba para restar sostén al fallo apelado. Con todo, añadió, con extensa y pormenorizada cita de las fuentes, que análogas doctrinas se registraban en el seno de la Unión Europea, de la Organización Internacional del Trabajo y del Consejo de Europa. Otro tanto ocurría, agregó, en el terreno legislativo y jurisprudencial de diversos países, como Alemania, Bélgica, España, Francia, Inglaterra e Italia. Sumó a ello, precedentes de la Corte Europea de Derechos Humanos y del Comité Europeo de Derechos Sociales.

    En tales condiciones, a modo de conclusión, la Corte sostuvo que, en casos como el que se resuelve, resulta suficiente para la parte que afirma ser víctima de una acto discriminatorio, con la acreditación de hechos que, prima facie evaluados, se presenten idóneos para inducir su existencia, caso en el cual corresponderá al demandado a quien se reprocha la comisión del trato impugnado, la prueba de que éste tuvo como causa un motivo objetivo y razonable ajeno a toda discriminación.

    El Tribunal tomó en cuenta,  además, que el litigio ponía en juego el “ominoso flagelo” de la discriminación, cuya prohibición inviste el carácter de ius cogens, tal como ya lo había expresado en su precedente Alvarez c. Cencosud SA, de 2010; que las pautas probatorias que asentaba no sólo asistían a las presuntas víctimas de discriminación en tanto que litigantes, sino que también tendían a evitar el desaliento que un régimen procesal opuesto pueda generar en otras víctimas en trance de decidir si acudirán o no en demanda de justicia; y que dichas pautas tributaban al combate contra la impunidad, la cual, “propicia la repetición crónica de las violaciones de derechos humanos”.

    La sentencia lleva la firma de los jueces Fayt, Petracchi, Maqueda y Zaffaroni.

    Informe de Prensa Nº91  Buenos Aires,  15 de noviembre de 2011.

     

     

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